Lo peor del juego de ida es que sólo duró 90 minutos. Lo mejor del juego de ida es que dejó emplazado a una jornada de suspenso, guerra, fervor, drama y angustia, el juego de vuelta.
Chivas desató el asombro con el 0-2 (Pulido y Pizarro), y en un cierre escalofriante, con el reloj desangrando sus últimos minutos, Gignac explotó con la Marsellesa de Misión Imposible para dejar un veredicto sin sentencia: 2-2.
Nahuel Guzmán se vistió con la piel de Judas. Dos esperpentos de salidas y despejes dejaron en la órbita, de un vindicativo Pulido y de un hambriento Pizarro, las escrituras de la gloria y del asombro en medio del colapso de Tigres.
Lento, con desplantes casi de omnipotencia, el héroe de hace cinco meses, este mismo Nahuel, se convirtió en patiño de la pretendida hazaña del Rebaño, que en el primer tiempo dejaba trémulo, sudoroso, castañeante y desfalleciente a la afición de Tigres.
A Chivas lo sentencia el agotamiento. Notable el esfuerzo y la capacidad física, pero era evidente, conforme el encuentro llegaba al ocaso, que arrastraba, también el ocaso del almacén aeróbico y anaeróbico del Guadalajara.
Con un dominio casi absoluto de Tigres, poseyendo el balón, obstinado en la obligación que enerva a los que se sienten y hacen sentir como favoritos, los felinos trataban de demostrarlo siempre.
Pero Matías Almeyda había montado una trinchera movediza y efectiva, que logró maniatar a Aquino, que mantuvo a Sosa como un invitado de piedra, mientras que Zelayarán exigía constantemente la pelota, pero sólo para recorridos chatos, sin penetración.
E incluso, hasta antes del empate escalofriante y aparatoso, Gignac se dedicó más a reclamar faltas y fingir lesiones, que a poner en la cancha esa grandilocuencia que tiene en los pies para cronicar epopeyas.
Al amparo de los dos goles, Chivas eligió la transpiración y desdeñó la inspiración. El 0-2, ese marcador falaz y tramposo, le llevó a elegir una forma de sobrevivir, que le alcanzó apenas, en el despertar vigoroso de Gignac, para un punto de partida en cero para el juego de vuelta, desde la ingravidez del 2-2, que, evidentemente, fue festejado casi como el pariente rico de la victoria por unos Tigres que arrastraron la soga del condenado durante 80 minutos.
No ocurrió, sin embargo, que Tigres resucitara porque Chivas se había ido de fiesta a festejar anticipadamente. Ocurrió que el tremendo esfuerzo físico, empezó a desconcentrar al Guadalajara. Claro: perseguir, atosigar, arrinconar, azuzar, anular y encima hacerle daño a un equipo con el poderío de Tigres había sido obra de colosos espirituales.
Un ejemplo de ello fue Rodolfo Pizarro, en la agonía física, cuando es imposible pensar ya con claridad, cuando hay confusión y un rictus mental de ausencia, empezó a perder balones en la salida y sus recorridos suicidas en la marca se originaban más por el resplandor desesperado del entorno: la Final.
Incluso, antes de la consumación del empate por parte de dos remates reflejo de la riqueza asesina de Gignac, Chivas tuvo dos jugadas de contragolpe, y en la desconcentración y la fatiga eligieron mal en la última jugada y en otra, Alan Pulido disparo desde fuera del área a las manos de Nahuel porque era la forma más digna de claudicar.
Mientras tanto, en su riqueza de cartas, Ferretti había colocado en la cancha las travesuras desordenadas, pero penetrantes de Damm y la sabiduría, con esos vestigio caracoleros que conserva aún Damián Álvarez en la cámara hiperbárica para replegar aún más al Guadalajara.
El 2-2 deja inmaculadamente blancas de incógnitas y misterios las 90 páginas de la reseña del juego de vuelta.
Chivas ya sabe cómo, pero ahora en su propio estadio. Y Tigres sólo espera que Nahuel no repita sus torpezas suicidas, para no necesitar, otra vez, al cazador furtivo francés.
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Chivas desató el asombro con el 0-2 (Pulido y Pizarro), y en un cierre escalofriante, con el reloj desangrando sus últimos minutos, Gignac explotó con la Marsellesa de Misión Imposible para dejar un veredicto sin sentencia: 2-2.
Nahuel Guzmán se vistió con la piel de Judas. Dos esperpentos de salidas y despejes dejaron en la órbita, de un vindicativo Pulido y de un hambriento Pizarro, las escrituras de la gloria y del asombro en medio del colapso de Tigres.
Lento, con desplantes casi de omnipotencia, el héroe de hace cinco meses, este mismo Nahuel, se convirtió en patiño de la pretendida hazaña del Rebaño, que en el primer tiempo dejaba trémulo, sudoroso, castañeante y desfalleciente a la afición de Tigres.
A Chivas lo sentencia el agotamiento. Notable el esfuerzo y la capacidad física, pero era evidente, conforme el encuentro llegaba al ocaso, que arrastraba, también el ocaso del almacén aeróbico y anaeróbico del Guadalajara.
Con un dominio casi absoluto de Tigres, poseyendo el balón, obstinado en la obligación que enerva a los que se sienten y hacen sentir como favoritos, los felinos trataban de demostrarlo siempre.
Pero Matías Almeyda había montado una trinchera movediza y efectiva, que logró maniatar a Aquino, que mantuvo a Sosa como un invitado de piedra, mientras que Zelayarán exigía constantemente la pelota, pero sólo para recorridos chatos, sin penetración.
E incluso, hasta antes del empate escalofriante y aparatoso, Gignac se dedicó más a reclamar faltas y fingir lesiones, que a poner en la cancha esa grandilocuencia que tiene en los pies para cronicar epopeyas.
Al amparo de los dos goles, Chivas eligió la transpiración y desdeñó la inspiración. El 0-2, ese marcador falaz y tramposo, le llevó a elegir una forma de sobrevivir, que le alcanzó apenas, en el despertar vigoroso de Gignac, para un punto de partida en cero para el juego de vuelta, desde la ingravidez del 2-2, que, evidentemente, fue festejado casi como el pariente rico de la victoria por unos Tigres que arrastraron la soga del condenado durante 80 minutos.
No ocurrió, sin embargo, que Tigres resucitara porque Chivas se había ido de fiesta a festejar anticipadamente. Ocurrió que el tremendo esfuerzo físico, empezó a desconcentrar al Guadalajara. Claro: perseguir, atosigar, arrinconar, azuzar, anular y encima hacerle daño a un equipo con el poderío de Tigres había sido obra de colosos espirituales.
Un ejemplo de ello fue Rodolfo Pizarro, en la agonía física, cuando es imposible pensar ya con claridad, cuando hay confusión y un rictus mental de ausencia, empezó a perder balones en la salida y sus recorridos suicidas en la marca se originaban más por el resplandor desesperado del entorno: la Final.
Incluso, antes de la consumación del empate por parte de dos remates reflejo de la riqueza asesina de Gignac, Chivas tuvo dos jugadas de contragolpe, y en la desconcentración y la fatiga eligieron mal en la última jugada y en otra, Alan Pulido disparo desde fuera del área a las manos de Nahuel porque era la forma más digna de claudicar.
Mientras tanto, en su riqueza de cartas, Ferretti había colocado en la cancha las travesuras desordenadas, pero penetrantes de Damm y la sabiduría, con esos vestigio caracoleros que conserva aún Damián Álvarez en la cámara hiperbárica para replegar aún más al Guadalajara.
El 2-2 deja inmaculadamente blancas de incógnitas y misterios las 90 páginas de la reseña del juego de vuelta.
Chivas ya sabe cómo, pero ahora en su propio estadio. Y Tigres sólo espera que Nahuel no repita sus torpezas suicidas, para no necesitar, otra vez, al cazador furtivo francés.
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